lunes, 15 de julio de 2013

OCULUS -I

Vamos a echarle una ojeada a la historia de la palabra ojo. Nuestra palabra ojo procede de la latina OCULUM, que evolucionó de la siguiente forma: en primer lugar se produjo la caída de la M final con la conversión de la U precedente en O, de manera que tenemos enseguida ÓCULO. Muy pocas palabras han conservado esta U final latina,  y las que lo han hecho ha sido por influjo de la lengua escrita o culta, más conservadora, por cierto, que la hablada: espíritu, ímpetu y tribu, por ejemplo. 

De esta raíz culta derivan, por ejemplo, el adjetivo ocular; el nombre del médico especialista en el ojo, que en principio se llamó  oculista, aunque se haya impuesto finalmente el término griego menos transparente oftalmólogo, en paralelo con lo que sucedió con el dentista, que prefiere denominarse odontólogo o aun estomatólogo.
De la raíz ÓCULO deriva también el verbo inocular, con el significado habitual de “infundir” algo y, en concreto, de introducir en un organismo una sustancia que contiene el germen de  alguna enfermedad. ¿Cómo se explican este uso de inocular? ¿Qué relación puede guardar con el ojo, que es el órgano de la vista? Al parecer los romanos llamaban OCULUS también a la yema o brote de la viña, por su parecido con la forma del ojo, y de ahí que el verbo inoculare significara ya en latín injertar, porque la forma del injerto recuerda a la del ojo.
Del diminutivo de OCULUM, que era OCELLUM (ojito u ojuelo) en latín, procede nuestro culto ocelo, que es el nombre que damos a cada ojo simple de los que forman un ojo compuesto de los artrópodos, y a las manchas redondas y bicolores que tienen en las alas algunas mariposas, o algunas aves en sus plumas, así como el lagarto ocelado, que tiene en su dorso unos puntos que parecen ojos. 
Las plumas oceladas de color azul del pavo real, los famosos ojos del pavo real, nos recuerdan la historia de Ío, la bella ninfa a la que le echó el ojo Júpiter y de la que se enamoró, convirtiéndola en novilla para protegerla de la cólera de su celosa esposa Juno. Pero ésta la reclamó para sí y le puso como guardián a Argo, una criatura que tenía cien ojos, que no dejaban de vigilar a Ío día y noche. Mientras un par de ojos dormían, los otros noventa y ocho no perdían de vista a la espléndida novilla, atada como estaba al tronco de un olivo. Pero Júpiter la deseaba tanto que envió a Mercurio para rescatarla, quien tocó la lira que acababa de inventar y adormeció con el poder de la música a Argo, el gigante panóptico que todo lo veía, cuyos  cien ojos se fueron cerrando uno tras otro, cayendo en un profundo sueño soporífero. Mercurio decapitó a Argo con su cimitarra y liberó a la novilla.   Pero Juno envió un tábano para atormentar a Ío. El insecto la enloqueció hasta el punto de que Ío se lanzó al mar, que tomó su nombre Ionio (Jónico), cruzó a Asia por el estrecho que se llamó en recuerdo suyo Bósforo (“Paso de la Vaca” en griego), y llegó a Egipto, donde fue venerada bajo la denominación de Isis. La diosa Juno, por su parte,  sentía tanto cariño por Argo que cogió cada uno de sus cien ojos y los fue depositando cuidadosamente en la cola de su ave favorita, el pavo real. Ahora, cien ojos nos miran y nos ven cada vez que un pavo real despliega como un abanico resplandeciente para pavonearse su cola multicolor y ocelada  delante de nosotros.
Contra lo que pudiera parecer a primera vista, el nombre del ocelote, ese mamífero felino americano, no procede del latín OCELLUS, sino de una palabra azteca  que es océlotl y que significa “tigre” en náhuatl, aunque algunas de las manchas de su piel, las que no son rayadas, se asemejan a veces a ocelos.
Otros dos derivados de la raíz culta son monóculo, un híbrido grecolatino (mono- en griego significa único; y óculo, es, como hemos visto, ojo en latín), que designa a una lente correctiva que ajusta la visión de un solo ojo, con forma de luneta circular y aumento; y binóculo, formado con el prefijo latino bino-, que significa ambos, que da nombre a un anteojo con lunetas para ambos ojos, o binocular.
Si seguimos la evolución de la raíz latina ÓCULO, observaremos el fenómeno de la desaparición de la vocal interior átona, que se llama síncopa, en este caso U, lo que hace que se convierta en OCLO; este grupo consonántico CL de nueva creación romance se resuelve en castellano dando origen a una J: OJO, mientras que en gallego tenemos ollo (olho en portugués) y en catalán ull. No siempre sucedió así, pues tenemos palabras como MIRÁCULUM o SAÉCULUM que evolucionaron a milagro y siglo sonorizándose la consonante C en G, pero son la excepción que confirma la regla, y se explican por el influjo conservador de la lengua escrita, perteneciendo estas palabras al registro culto de textos neotestamentarios y considerados sagrados.
Y en relación el ojo tenemos ya las ojeras que son las manchas que salen alrededor de la base del párpado inferior del ojo, el adjetivo ojeroso, con el que calificamos a la persona que tiene ojeras, el verbo ojear que consiste en echar una mirada,  que, como acción que es de ese verbo, se denomina ojeada.
Pero atención: cuando alguien nos mira mal, es decir con malas intenciones y voluntad, decimos que nos tiene ojeriza, odio o rencor, y de ahí deriva probablemente el mal de ojo, que es la acción del verbo aojar; el aojo o aojamiento, que de ambas maneras puede decirse en nuestra lengua,  es producir un influjo maléfico que, según se cree sin mucho fundamento, como sucede con todas las creencias, una persona puede  ejercer sobre otra mirándola con malos ojos. Sin embargo, el enojo que nos produce algo, es decir, el fastidio y pánico, es la acción del verbo inodiare, inspirar asco o terror y tiene más que ver con el odio que con el ojo.
Mirar a alguien de reojo o con el rabillo del ojo quiere decir en principio mirar disimuladamente, sin volver la cabeza pero también tiene una connotación de hostilidad o enfado, cuando no de superioridad, sobre todo mirar por encima del hombro.
Sí que debemos de mencionar el ojal, como se denomina a muchos agujeros y en especial los que sirven para abrochar un botón, y el ojete, que suele ser una abertura pequeña y redonda por la que se mete un cordón y que familiarmente se usa para referirse al orificio del ano u ojo del culo. En México se utiliza ojete como sinónimo de persona tonta, idiota o extremadamente estúpida, algo parecido a lo que sucede en inglés con arsehole o asshole en su versión norteamericana, con un claro valor despectivo: ese tipo es un ojete.
Curiosa es la palabra antojo, que significa que algo (más propiamente la idea de algo que la cosa) se nos pone ANTE OCULUM delante de los ojos y por lo tanto lo deseamos y aun lo codiciamos, porque se nos antoja, aunque a veces sea un deseo pasajero y caprichoso, así somos de antojadizos. Un compuesto de esta palabra es trampantojo, para referirnos a la trampa o ilusión con que se nos engaña haciéndonos ver lo que no vemos.
Tenemos también el anteojo, que no hay que confundir con el antojo, que es el nombre que se da a un instrumento óptico que nos acerca las imágenes de los objetos que están lejos.
También es curioso el término abrojo que procede de la contracción de la expresión latina APERI OCULUM ¡abre el ojo!, como si fuera una advertencia a alguien que va a pasar por un terreno o a segarlo  lleno de zarzas y bardas, es decir, de maleza perjudicial para los sembrados y caracterizada por sus púas, o sea, de abrojos, que en sentido figurado significan penalidades y sufrimientos. 
Muchos compuestos comienzan por oji- (ojinegro, ojialegre, ojituerto, ojigarzo…) y aluden a alguna característica del ojo: color, expresividad, etcétera. El último de ellos, ojigarzo, quiere decir que tiene los ojos de color garzo, es decir, azulados, como el de la siguiemte imagen:
En cuanto al simbolismo del ojo en la mitología, tenemos en Grecia a los cíclopes, gigantes de un solo ojo situado en la frente, que moraban en las entrañas de la tierra y ayudaban a Hefesto en la fragua del Etna, y no despreciaban la carne humana como alimento. El cíclope más conocido fue Polifemo, hijo de Posidón, o de Neptuno si se prefiere su advocación romana,  que personifica como ninguno las fuerzas primigenias de la naturaleza. Cerca de él habitaba la ninfa Galatea, de la que se enamoró perdidamente el gigante, pero ella prefirió al pastor Acis, que murió aplastado por una roca que le arrojara Polifemo. Nuestro gran poeta barroco y culterano don Luis de Góngora cantó sus desgraciados amores, haciendo uso de la metáfora y del hipérbaton con indudable maestría:
Un monte era de miembros eminente
Éste que –de Neptuno hijo fiero-
De un ojo ilustra el orbe de su frente,
Émulo casi del mayor lucero…
Más tarde, Odiseo/Ulises burlaría a Polifemo, cegando su único ojo tras clavarle una estaca en él mientras dormía.

En la mitología cántabra tenemos un equivalente suyo, que sería el Ojáncano u Ojáncanu, cuyo nombre propio alude a la unicidad de su enorme ojo. Representa este ojáncano  la maldad y la brutalidad de la barbarie. De carácter salvaje, fiero y vengativo, esta criatura de cabellos rojizos habitaba en las grutas de los parajes más recónditos la Montaña, cuyas entradas suelen estar cerradas con maleza y grandes rocas.
El único ojo u ojazo de estos seres monstruosos, los cíclopes como Polifemo en la mitología griega o el ojáncanu en la de Cantabria (ya se sabe que en el país de los ciegos, el tuerto es el rey), simboliza de alguna manera la irracionalidad de la visión monocular. Es como si ese ojo les proporcionara sólo una visión parcial, animal, pero les faltara la visión binocular humana, intelectual o reflexiva y complementaria, la que  se obtiene mediante la participación de los dos ojos y funde en una percepción única las sensaciones recogidas por ambas retinas. La monstruosidad de estos seres no se debe a que sean tuertos, es decir a que tengan visión sólo por un ojo, sino a que ese ojo ciclópeo, esto es ojo en forma de rueda,  está situado en mitad de la frente, fuera del lugar destinado por la naturaleza.
La visión que completa nuestra percepción humana y que de alguna manera la trasciende es en Asia el llamado tercer ojo, un ojo simbólico, clarividente y omnividente que se abre en la frente, para lo que es preciso muchas veces cerrar los otros ojos.
Pero ojo al Cristo,  que es de plata, como suele decirse: el ojo único es también un símbolo muy importante en la iconografía de la fe cristiana: es el ojo de Dios omnividente que todo lo ve, metido en un triángulo equilátero, que representa el número tres y es el emblema de la Sagrada Trinidad: un Dios que es uno y a la vez trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En los versos de Góngora ya se equiparaba el ojo de Polifemo al mayor lucero, es decir, al astro rey de nuestro sistema solar. Y en la tradición politeísta grecorromana existía un dios –uno y masculino- llamado a ser el unus deus monoteísta de las religiones judía, cristiana y musulmana que han triunfado en nuestro mundo: era Zeus,  o Júpiter en su versión romana, a quien el poeta Hesíodo en Trabajos y Días, verso 267, uno de los poemas más antiguos de la literatura griega, invoca como “ojo de Zeus que todo lo ha visto y todo ideado”.
Así tenemos por ejemplo el Great Seal o Gran Sello  de los EEUU de América, impreso desde hace más de dos siglos en los billetes de un dólar, en el que los americanos estampan su fe en Dios: in God we trust,  que sugiere que la moderna epifanía o revelación de Dios es precisamente el Dinero.
Nuestro don Antonio Machado dejó escrito en sus Proverbios y cantares esta reflexión sobre el ojo: El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas:/ es ojo porque te ve. Es una invitación a mirar las cosas con otros ojos, es decir, no con las ideas previas que tenemos de ellas, sino olvidándonos de los nombres con los que las designamos. Como dijo Paul Valéry en alguna parte: ver es olvidar el nombre de las cosas que uno ve: no sólo nosotros tenemos ojos, también las cosas tienen ojos con los que nos ven.

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